viernes, 3 de septiembre de 2010

Transitar sin fin, recuperar el mundo (De Alejandro León Cannock)


Cuando se toma una calle o camino con la vista o con la mente puestas en el destino al que se espera llegar (el filosófico telos), entonces el tránsito, la actividad misma de desplazarse, de desenvolverse por la ciudad o el campo, es solo un medio o un “momento” -en lenguaje hegeliano-, en ese proceso que debe, necesariamente, llegar al fin propuesto. El sentido, el valor, la razón de ser del movimiento tienen su fuente en la meta a la que se espera arribar. Si por algún motivo no se alcanza el destino propuesto, entonces la marcha habrá fracasado. Vacía de sentido se perderá en el recuerdo del “debió ser”.
Seamos hegelianos, marxistas, cristianos o incluso ateos, la mayor parte de nuestra vida la transitamos -consciente o inconscientemente-, precisamente, guiados por esta lógica trascendente y vertical, obsesionados por el porvenir. En sentido estricto, fuerte, no vivimos el presente que pasa, que fluye a través de nosotros y en el que fluimos nosotros. No experimentamos la existencia o el Ser como Tiempo, Duración o Devenir. Por ello, fenomenológicamente hablando, no nos percibimos aquí (y ahora) sino siempre allá (y después), distendidos en un tiempo entendido como Cronos y, por ello, apresados en las garras de una linealidad temporal donde el pasado ya fue, el presente nunca es y el futuro aún será. Así, nunca existimos/insistimos plenamente.
Marchar sin telos, por el contrario, supone una transformación (inversión e incluso perversión) de nuestra manera de comprender la forma en la que ocupamos y nos desplazamos por el espacio y el tiempo. Desde esta perspectiva, lo primero es asumir nuestra condición de seres arrojados -da-sein o ser-ahí, en lenguaje heideggeriano-, es decir, de seres que han atravesado por el acontecimiento traumático de la muerte de Dios. Acontecimiento que refiere, entre otras cosas, a la desaparición de toda finalidad para la existencia: el paradójico “fin de todos los fines”. En tanto tales, entonces, no tenemos a dónde ir, al menos no de manera predeterminada e imperativa. Se nos exige, por ello, crear fines propios, deseados e inmanentes, desde los que emane el sentido y el valor de la propia y singular existencia (y haciendo un esfuerzo sobre humano, ¿también de la existencia en general?). Sin embargo, ubicado en una posición extremadamente radical, quien marcha sin telos (en la vida o en la calle), es quien ha renunciado al deseo de fundar (absolutamente), quien, por lo tanto, apropiándonos del bello título de una obra cartesiana, ha decidido vivir solamente bajo la guía de una “moral provisional”. Esto es, en equilibro sobre la cuerda floja de lo transitorio, inestable e impredecible; abierto a las aventuras de la experiencia del afuera, a las aventuras del pensamiento.
¿Qué gana y qué pierde este caminante existencial? Pierde, ya Nietzsche nos lo había advertido, las certezas que le permiten tener un mundo estable, amable, cualificado como verdadero. Y esto parece ser mucho. Sin embargo, esto es experimentado como algo negativo, como una real pérdida, solo por quienes han sido habituados a vivir bajo el imperativo del orden y el control: los sobre-protegidos (¡somos la mayoría ciertamente!). En cambio, esto aparece para los exploradores de terra incognita, para los fundadores de mundo, como una ganancia infinita que consiste en la recuperación o reapropiación de la densidad del presente que pasa, del mundo como realidad existente ahí afuera y de sí mismo como fragmento material de ese real. Así, quien renuncia al Fin (trascendente) abraza al medio que, inmediatamente, deja de ser tal para convertirse en fin (inmanente). Afirma la vida, una vida. Gracias a ello se le apertura una dimensión de la existencia/experiencia que antes perdía de vista: lo inmediato o lo-dado-ahí-para-ser-tomado-en-cuenta. Esto es, como decía Stanley Cavell, la recuperación de lo cotidiano, de las pequeñas cosas, de lo ordinario, de las pequeñas percepciones. Se accede así a una presentificación del mundo (se presenta en el presente vivido), en la que se hace posible una percepción ampliada o profunda, pues ya no depende de un pensamiento y de una voluntad sometidos a un porvenir tiránico que limita, coacciona, dirige el presente y todo lo que en él debe ser visto, pensado, deseado, realizado. Se libera entonces la percepción -y la experimentación en general- para que quede abierta a lo impredecible, a lo intempestivo, a la multiplicidad heterogénea y diferencial que el vivir en medio del devenir nos ofrece.
Una vez instalados ahí, en medio del plano de inmanencia de la vida, intermezzo, empezamos a ver. Amanece en el mundo por primera vez.

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